domingo, 27 de noviembre de 2011

LA INCUESTIONABLE VERDAD DEL TOREO -a Franco Cardeño-


LA INCUESTIONABLE VERDAD DEL TOREO


Recuerdo, siendo un niño, uno de mis paseos por la trianera calle Betis. Miraba como siempre a través del espejo del Guadalquivir, avisando a la altísima Giralda, para reencontrarme con los sueños del niño cofrade que sentía escalofríos cada tarde de Viernes Santo, cuando cruzando el Puente junto a sus hermanos nazarenos y heraldos afortunados de la dulce Palomita de Triana, encontraban a la otra orilla, los brazos abiertos de Sevilla y en el horizonte de La Magdalena la sublime contemplación de las Hechuras perfectas del Cachorro de Triana. 


Repentinamente sentí sobre mi hombro derecho la mano de un vecino del Barrio. Hablaban sus ojos brillantes y rojizos, silenciaba su voz quebrada. Señalaba con una de sus manos la Real Maestranza de Caballería, al tiempo que trataba de compartir conmigo un viejo anhelo. El recorrido de su mano partía del pecho hasta airear y tomar rumbo al Coso Baratillero. Mi curiosidad crecía, como la hacían mis dudas. Se abrió un largo paréntesis en mi vida y ese pasaje que me marcó profundamente. Esa mirada reflejaba sentimiento y verdad.

Una tarde avisé a mi espontáneo compañero de paseo por la Cava de los Gitanos. Preguntando a mi madre, me comentó que era el padre de los Franco Cadenas, chavales que llevaban el arte del toreo esculpido en el pecho. Su padre soñó ser torero, pero su sueño murió pronto fruto del hiriente silencio que se acrecentaba en sus oídos.

Su hijo “Franco Cardeño” con el paso del tiempo escribió una de las páginas más plenas de la historia de la Tauromaquia. Su afán por ocupar un lugar en el prestigioso cartelado de Sevilla le llevó a una huelga de hambre. Por fin una tarde de Feria se enfrentó al toro en la ansiada arena y Sevilla por testigo. Sus sueños murieron abiertos en carne viva por el cruel astado. La Puerta del Príncipe se cerró para siempre para Jesús, no obstante se abrieron otras puertas. Esas puertas que nadie podrá cerrar a Jesús y a quienes como él vieron truncado su sueño sevillano. Su rostro descompuesto y destrozado quedaba en manos del insigne cirineo de los toreros sevillanos. Don Ramón tomó en manos fina gubia y modeló en la cara del torero unas letras que quedaron labradas como imborrable reminiscencia de los asedados paños de tragedia que envuelven a la Fiesta y ese duende que reposa sobre el doncel de la Tauromaquia y que restituye toda herida.

A pocos pasos de la Puerta de Chiqueros y por dos veces a portagayola, Franco Cardeño puso en suertes su destino. Pudieron más el corazón y el afán de triunfar en la cuna que meció sus primeros pasos que el peligro que asomaba como ciclón por los ovalados anillos del Templo del toreo. Sus rodillas quebraron ante el cruel arrebato del malhumorado morlaco y su rostro ensangrentado besó con estrépito la alfombra arenada de la Catedral Maestrante. La Plaza se estremeció conmovida ante el paisaje de angustia que quedó dibujado sobre el amarillento lienzo baratillero. El rumor de la desdicha se expandía como reguero desde el burladero, siguiendo por los tendidos intermedios hasta coronar los asientos del tendido alto. Hondos escalofríos fluían por los adentros de los apenados aficionados que contemplaban la escena heridos en el alma.

La muerte rondó incompasiva sobre el inerte torero en el silencio de los clarines y el murmullo adormecido de los callejones que contornan el ruedo. El mismo Gran Poder puso sus manos en el corazón del torero y evitó que la crueldad del presagio fuese cierta compañera de tan deseada faena.

Han pasado años desde la lidia de aquel primer toro y puedo afirmar, sin temor a equivocarme, que si Jesús tornase a vestir de luces en el Coso Maestrante, volvería a clavar sus rodillas sobre la arena con firmeza y temple. El torero teme más al fracaso que a los astillados pitones que como lanzas apuntan al capote, y que en ocasiones, derivan en el infortunio. El toreo presume el valor y el arte frente a la máxima expresión de bravura, belleza y solera de la especie animal. La desaparición de la Fiesta Nacional conllevaría la muerte del animal santo y seña de nuestro paisaje y de nuestra cultura.